lunes, 19 de noviembre de 2012

La seudosabiduría

Bernard Fougéres
Un casual encuentro reanudó en mí el deseo de releer aquella maravilla que dejó Erasmo, quizás el hombre más interesante del Renacimiento con Leonardo Da Vinci. Hay libros que marcaron definitivamente mi vida toda: las Cartas de Séneca; La importancia de vivir, de Lyn Yu Tang; Así hablaba Zaratustra; Los Pensamientos imaginados por Pascal; El Principito creado por Saint-Exupéry; El Quijote; Ensayo sobre la ceguera, de Saramago; añadirían ustedes según sus creencias la Biblia, el Corán, el Talmud, el libro tibetano de la vida y de la muerte. Para conocer la esencia de la mujer están Madame Bovary, las memorias de George Sand. 

El Elogio de la locura resulta ser intrigante porque en él brillan el sentido del humor, la irreverencia, la ironía. Erasmo denuncia las contradicciones entre religiones, piensa como Séneca que no puede haber inteligencia donde no hay conciencia de nuestra mortalidad, constata como Shakespeare que somos actores en el escenario de la vida, se adelanta a Freud con sus mecanismos de defensa, piensa con Aristófanes que escogemos la máscara que pueda ocultar lo que realmente somos. En esta actuación que elegimos la directora escénica es la muerte que puede suspender la función. Mucho más tarde Bergson descubrirá el impulso vital, Voltaire y Leibniz se sentirán en el mejor mundo posible pero Erasmo pone el dedo en la llaga, descubre que el amor propio es quien dirige el mundo, lo que según vemos es verdad absoluta para políticos que suelen crear guerras, conflictos. Erasmo denuncia las solemnes ceremonias que ocultan una gran maquinación: pienso en desfiles marciales, apocalípticas manifestaciones patrióticas orquestadas por Adolfo Hitler, juramentos que pueden incluir el sacrificio de la vida, los kamikazes japoneses, culto a una verdad única, totalitarismo. 

Como Nietzsche, Erasmo desconfía de aquella amabilidad que puede ocultar una solapada aprobación que nos otorgamos a nosotros mismos, piensa que debemos vivir de verdad en vez de preocuparnos por la muerte, escoger los placeres sin efectos secundarios (es la filosofía de Epicuro), observa que las abejas, las hormigas logran por instinto lo que tanto esfuerzo requiere de los humanos. Añadiría yo que el movimiento del cosmos era particularmente perfecto hasta que lo desbarajustasen los hombres. Erasmo lamenta que los hombres tengan como objetivo alcanzar el poder absoluto en vez de buscar el bienestar colectivo, nota que existen dos tipos de locura: una nefasta parida por la furia, la pasión insaciable (Calígula, presumo, como neurosis del poder), la otra que no es más que un inocente extravío de la razón (Arthur Rimbaud y Baudelaire en mi alma francesa). Erasmo ve con divertida indulgencia el suicidio contagioso al que acuden las vírgenes de Mileto. 

La locura recomendada no es sino vitalidad, energía indispensable para todas las pasiones. Seríamos mucho más felices si no pusiéramos tanta trabas a nuestra sinceridad. Grandes hombres fueron locos entrañables con una pizca de quijotismo, una brizna de misticismo, un hilillo de sueño, un dejo de arrojo. Los niños y los ancianos se dan la mano en aquella locura genuina capaz de coquetear con la inocencia. El amor sigue siendo la más hermosa locura.

La crueldad como diversión

Bernard Fougéres
La crueldad como diversión Se usó tanto panem et circenses (pan y circo) que ni siquiera resulta divertido. Los gladiadores de la época romana eran programados por empresarios así como sucede ahora con los artistas. Acudían al anfiteatro los pelucones de la época (los llamaban patricios), la plebe, los esclavos, más todo lo que vomitaba la ergástula. Ver morir era deleite para un público ávido de sensaciones. Me pregunto si hemos progresado cuando gárgaras nos hacemos con nuestra pretendida civilización. Por más que no se haya simpatizado con el régimen de Gadafi, resultó abominable la forma como la turba enardecida se ensañó sobre el hombre acosado hasta despachurrarlo. Los sans culottes (descamisados) de la revolución francesa iban gozosos a la actual plaza de la Concordia, donde se levantaba el patíbulo, para ver rodar cabezas en medio de un chorro de sangre. Danton, sin pizca de humor, dirá al verdugo: “Mostrarás mi cabeza al pueblo: creo que vale la pena”. La turba desfilará con la cabeza de la princesa de Lamballe en la punta de una lanza: será motivo de festejo. No quiero imaginar cómo arrastraron, mutilaron, despanzurraron, prendieron fuego al cuerpo de Eloy Alfaro mientras tocaban bandas para festejar la masacre. La multitud, cuando ejerce la autoridad, es más cruel que los tiranos: lo dijo Sócrates. 

Ser adversario no justifica la saña con que se quiere ver muerto a un contrincante. El cáncer de Chávez se presta para lamentables comentarios. Me contaron que muchos cibernautas buscaron afanosamente fotografías de autopsias, tratándose de Elvis Presley, Selena, John Kennedy o Michael Jackson. Personalmente recuerdo haber sentido pena al recibir en mi correo una fotografía de la camilla en la que llevaban al quirófano a esta mujer hermosa que fue Marilyn Monroe. En la gráfica solo se podía ver un mechón de cabello rubio emergiendo de la sábana, lo que hablaba de soledad patética frente a la muerte. Exponer al Che Guevara medio desnudo en un mesón de cemento sin tener el respeto suficiente como para cerrarle los ojos no habla bien de nuestra pretendida cultura. No se trata de compartir un ideal o de discrepar de él, solo se habla de respeto. Por más que los jerarcas del nazismo escucharon extasiados la música de Beethoven o de Gustavo Mahler, fueron capaces de matar de un tiro en la nuca a niños judíos antes de llevar sus cuerpos a los hornos crematorios. Morir por un ideal no significa necesariamente que aquel ideal es bueno: tengo serias dudas en cuanto a los kamikazes o a los oficiales que se hicieron harakiri. 

Cuando la multitud colgó de los pies a Mussolini y su amante Clara Petacci usando ganchos de carniceros, cuando Eva Braun ingirió cianuro para acompañar a Adolfo Hitler en su suicidio, solo pudimos lamentar que el amor de una pareja no ofreciera trascendencia. André Cayatte hizo la película Somos todos asesinos. El solo hecho de alegrarnos cuando muere un ser humano nos vuelve cómplices de su muerte. “Si en vez de crucificar a Jesús lo hubieran ejecutado hace treinta años, llevarían sus seguidores en vez de una cruz en el cuello una silla eléctrica en miniatura” (Lenny Bruce).